SI LA MUERTE PISA MI HUERTO. Joan Manuel Serrat.
“Si la muerte pisa mi huerto/ ¿Quién firmará que he muerto/
de muerte natural?/ ¿Quién lo voceara en
mi pueblo?/ Quien pondrá un lazo negro/
al entreabierto portal?
¿Quién será ese buen amigo/que morirá conmigo/ aunque sea un
tanto así?/ ¿Quién mentira un Padre Nuestro/ y a rey muerto Rey puesto/ pensará
para así?
¿Quién cuidará de mi
perro?/ ¿Quién pagará mi entierro/ y una cruz de metal?/ ¿Cuál de todos mis
amores ha de comprar las flores/ para mi funeral?
¿Quién vaciará mis bolsillos?/ ¿Quién liquidará mis deudas/ a
saber?/ ¿Quién pondrá fin a mi diario al caer/ al caer la última hoja en mi
calendario?
¿Quién me hablará entre sollozos?/ ¿Quién besará mis ojos/
para darles la luz?/ ¿Quién rezará en mi memoria/ Dios lo tenga en la gloria/ y
brindará a mi salud?
¿Quién hará pan de mi trigo?/ ¿Quién se pondrá mi abrigo/ el
próximo diciembre?/ ¿Quién será el nuevo dueño de mi casa y mis sueños/ y mi
sillón de mimbre?
¿Quién me abrirá los cajones/ Quien leerá mis canciones/ con
morboso placer?
¿Quién se acostará en mi cama/ se pondrá mi pijama/ y
mantendrá a mi mujer/ y me traerá un crisantemo/ el primero de noviembre/ a
saber?” Tomado del cancionero de Joan Manuel Serrat
Este viejo texto, que no el más representativo ni conocido, tomado del archivo poético del cantautor, es un desgarro poético para ese futuro lleno de interrogantes al ver en el umbral
que nos llegó de visita la parca. No son versos dolorosos, no, nunca los he
leído como angustiantes, sino como una resignación armoniosa de la conducta
humana acerca de lo inexorable, lo que tiene que pasar como hecho natural de la
existencia. Escrito en la ya lejana época de los setenta, se puede considerar
como un poema-canción de juventud escrita a la muerte que llegará algún día, y en medio
de ella los ritos religiosos, las costumbres, las pertenencias que les dio vida como se
saber hacerlo, los amigos, las imposturas, el extranjero, el
remplazo inevitable y el recuerdo añadido. Es como una continuación de la vida.
Incluso, para quien se tome la molestia de escuchar la canción apreciará la
armonía entre música y voz trémula y tranquila, apacible y a veces triste como
una queja sin pedir nada.
Fue aquella época
donde un joven catalán, de padre obrero y madre ama de casa, se abrió desde su
barrio barcelonés, conocido como Pueblo Seco, ante España y América Latina con
su guitarra y una originalidad en sus textos poéticos. Era ponerle música a la
poesía y poesía a la música con temas propios de la lírica: el amor, los
amigos, el territorio, la infancia, los desenfados, las fiestas, las travesuras
de la juventud, costumbres de los
pueblos, los descarríos humanos, las cosas más sencillas, la soledad, el hogar,
la lluvia, el mar, temas de la literatura como Don Quijote de la Mancha y por
supuesto la muerte. Este era su carta de presentación, conocida en sus primeros
discos. Al tiempo una verdadera obra maestra que está allí presente de índole culto-popular.
Falta mucho por decir de este joven
juglar del siglo pasado, conocido también como “El nano” por sus amigos más íntimos
y que todavía vive por fortuna de todo.
Hay mucho más que decir en más de cincuenta años de carrera artística, pero es
el poema arriba trascrito el que me interesa comentar.
El siglo XXI con la pandemia del coronavirus está marcando un
signo contrastante. El poema de Serrat nos habla de unos valores de la
despedida final ante la muerte, de los ritos acostumbrados por la cristiandad,
de la vida que dejo en otros, de las letanías y recuerdos. Hoy ya no hay lugar
para el asombro ante la rapidez de los acontecimientos fatales. Hay un virus
invisible que penetra sin ser visto, que lentamente se apropia del organismo
humano y termina en una pulmonía negándote hasta el aire que necesitas para
vivir. Los adultos mayores, y nosotros los del sexo masculino, somos los más
propensos a la inevitable despedida de llegar a entrar ese fatal huésped.
Como otra característica más de estos tiempos posmodernos ya la
pandemia no da lugar a estrechar la mano
del enfermo, de darle un beso de despedida, de las ceremonias acostumbradas y
de la visita del cura. No, desde el momento que los exámenes resultan positivos
hay que aislarlo en un hospital improvisado, sin visita, solo atendido por el
personal médico y de enfermería. Allí,
solo, con un celular como única
compañía mientras dure la cuarentena. Como un apestado, como un leproso en
tiempos antiguos, para salvar los sanos. Ahí
la incertidumbre en soledad. Y todo comienza por una simple gripe y
fiebre, que antes las defensas de nuestro organismo se encargaban de aniquilar
y si el virus era muy persistente con una pastilla se completaba la
automedicación. Este virus posmoderno nos niega hasta la calidez de una
estrechez de mano
Yo estaba muy tranquilo en casa pasando mi cuarentena,
leyendo, pintando, escribiendo hasta que un mensaje de mi hijo Marcos Manuel en Brasilia me puso en guardia: “¿Papá quien
puede caer en la familia con esto del coronavirus? ¿Has pensado en eso? ¿Quién
va a ser el que le toque?” Yo, por reacción
natural le respondí que no había que caer en estados paranoicos, que había que
llevar todo con calma, que tomará las medidas indicadas y ya. Sin embargo quedo
la espinita subyacente. Al día siguiente me acerque a la esquina de la cuadra a comprar una
revista y me dice el señor que atiende, un caballero de casi setenta años: “ya casi no leo las
noticias por el dolor que me causa ver las gráficas de los periódicos con los
muertos apilados por la peste, las tribulaciones de familias que se despiden
por un celular de un familiar para no verlos por temor, porque hasta el cadáver contamina".
Parece que tenemos que acostumbrarnos que esta peste infernal llegara para recordarnos lo invulnerable que somos,
que no hay nada asegurado, que esta época está sembrada por el dolor colectivo
y que no sabemos cuándo será su punto final, por lo menos por ahora. Que no hay
vacuna y que no podemos ser aprensivos a nada. Confieso temor, miedo a que me
toque mi número, porque no soy inmortal. El
mensaje del Papa Francisco es contundente ““La pandemia nos ha despertado
bruscamente del peligro mayor que siempre ha corrido la humanidad: el del
delirio de omnipotencia… ha bastado el más pequeño e informe elemento de la
naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia
militar y la tecnología no bastan para salvarnos” Pero este es tema de
otro artículo.
Al igual que Serrat, en otros tiempos, le hemos cantado a la
muerte, a mis amigos fallecidos, a mi hijo Eduardo
Rafael, que murió de apenas 19 años a comienzos del siglo pasado. Para el
año 2014 publiqué mi primer poemario
EL SOL ESTA OCULTO TRAS UNA LLUVIA
LIGERA y por supuesto no podían faltar las musas a la muerte, que un día me
terminará llevando. Extraigo dos poemas apropiados para este momento, esperando
no sea los último que escribo.
REQUIEM El sol ha de llevarme temprano/ en la
danza silente de las horas/ La llovizna apaciguará el calor/ y se confundirá
con el llanto quejumbroso/ La oscuridad cubrirá el ataúd/ y la soledad eterna/
será mi compañera/ Mientras sigilosos/ otros cuerpos / se preparan/ para el
asalto final.
PIEL QUE SE QUEJA A Eduardo Rafael, dormido entre las aguas
Llanto sordo/ Mirada triste/ Letanías que se acumulan en el
alma/ y solo una mueca de payaso distrae/ Si yo pudiera devolverte la vida
hijo/ entregara la mía/ ya vieja/ pero no soy Dios/ soy un simple mortal/
atrapado en el carnaval de este mundo.
“Yo era un gran poeta de los muertos/Como Jamás hubo otro en la comarca/
y me asustaba ver subir las flores/
hacia la ambigua de las tumbas”. Tomado de las Obras Completas del poeta venezolano JOSE BARROETA. (1942-2006)