domingo, 21 de mayo de 2023

CRONICA POETICA DEL NIÑO CAMPESINO QUE NO PUDO SER

 CRONICA POETICA  DEL NIÑO CAMPESINO QUE NO PUDO SER /  A mi hermano Carlos Alberto

 


Allá, por aquellas lejanas  tierras  del Estado Monagas, nació el niño varón  MANUEL ARZOLAR OLIVERO. Corría el año 2011 y sus padres estaban muy contentos. Era el sexto de la cría, la familia había crecido sin darse cuenta pero sostenían el viejo lema “Dios  proveerá”.  Y es que los golpes de suerte y su  fe  en la tierra no le habían quedado mal. Las tres hectáreas que cultivaba con amor y con ayuda de su propia esposa e hijos le proporcionaban el dinero suficiente para sostener a la familia, el estudio de sus muchachos en las escuelas y por supuesto quedaba un remanente para la compra de semillas certificadas y un poco de fertilizante para la siembra de cada año. Rudy José Arzolar Olivero, oriundo de esos territorios campesinos había heredado esas tierras de sus padres, y su estructura nata campesina le indicaba continuar la tradición de sus padres y abuelos. Era un hombre feliz, entregado a las labores del campo, no le interesaba las diatribas políticas que a veces escuchaba por la radio o por alguien que se le comentaba.  



Acerquémonos a la primera dos estrofas de la canción Lamento Borincano del Puertorriqueño Rafael Hernández (1891-1965). Y veamos su analogía


Pasa loco de contento con su cargamento / para la ciudad, para la ciudad / Lleva en su pensamiento todo un mundo / Lleno de felicidad, de felicidad / Piensa remediar la situación / Del hogar que es toda su ilusión si / Y alegre, el jibarito va pensando así /  Diciendo así, cantando así, por el camino: “Si yo vendo la carga,  mi Dios querido / Un traje a mi viejita voy a comprar”….

   

MANUEL ARZOLAR OLIVERO, era un niño despierto, inquieto, ya a los dos años hablaba clarito y desde que aprendió a caminar le solicitaba al padre que lo llevara a las faenas del campo, cosa que este hacía con mucho agrado,  porque sentía que eran sus propios características y sueños que le había trasmitido, y que su compañera Katiuska aceptaba. Manuelito disfrutaba del paisaje a la sombra de  frondosos árboles, el canto de los  pajaritos, jugaba con el perro “vigilante”, que era así como se llamaba y nunca supo lo que era un juguete comprado en las tiendas, porque su papá se los hacía con materiales del propio campo y unas chapas de cerveza que conseguía. Le gustaba ir a la escuela, que aunque estaba bastante retirada de su domicilio, disfrutaba el caminar con sus hermanos. Pero más le gustaba acompañar a su papá a trabajar en el campo, porque a decir verdad la escuela era más el tiempo que estaba cerrada que abierta, los maestros faltaban mucho, por eso es que Manuelito llegó tan solo al segundo grado con doce años. Su última maestra lo reconocía como un niño con fundamento, carácter y visionario, más allá de lo que le proporcionara la escuela. Manuel, era el que más representaba la continuación y entereza del padre y de su madre.


Pero las cosas empezaron a empeorar, todo se transformó en dificultad. A partir del 2015 la economía se contrajo en más de un 75%, la gente empezó abandonar el campo e irse para la ciudad y fuera del país. Esto parecía un desierto, nadie por aquí en Caicara de Maturín quería quedarse y defender lo suyo, era como una nueva oleada del ámbito  rural a la capital  monaguense y otros Estados vecinos. Ya nadie compraba nada, no había gasolina y la constante intermitencia del servicio eléctrico daba la impresión de una ruina absoluta.  Los pobladores que se quedaron, sin recursos, quizás atados a esas esperanzas fortuitas que esta crisis tenía que pasar, su fe en Dios benefactor y su amor a la tierra.


Acá insertamos la cuarta y quinta estrofa del Lamento Borincano, donde refleja el  cambio drástico con la nueva realidad campesina, hoy vigente en Venezuela

Pasa la mañana entera sin que nadie quiera  / Su carga comprar ahí, su carga comprar / Todo, todo está desierto, y el pueblo está lleno / De necesidad, ahí de necesidad / Se oyen los lamentos por doquier / De su desdichada Borinquén si / Y triste, el jibarito va pensando así / Diciendo así, llorando así por el camino / “Qué será de Borinquén mi Dios querido / Que será de mis hijos y de mi hogar.  

 

Un día MANUEL  miró  a su padre abatido, sin saber que hacer frente al magro conuco con las semillas y fertilizantes dolarizadas, angustiado por saber de dónde sacar el dinero para comprar alimentos y  con ganas de abandonarlo todo. Entonces se le acercó  y le dijo: “Padre, no te amargues, no me gusta verte así, esto tiene que pasar, vendrán tiempos mejores y volverá la alegría a esta casa, y cuando tu estés viejito, yo me encargaré de la tierra con mis hermanos. Volveremos a ser felices Padre”. “¿Y qué crees tú que podamos hacer ahora hijo, mientras pasa está tormenta?”, le preguntó Rudy a su hijo. Y él le contestó: “Papá, muy cerca de aquí está el bote de basura y yo he averiguao  que muchas personas, y hasta familias enteras se va y sacan de la basura desechos de plástico, hierro y otras cosas útiles y la venden a un señor que pasa con un camión, ¿Por qué no vamos esta tarde y nos informamos bien del asunto papá?”  El padre le respondió: “Hijo yo lo había pensado, pero me daba vergüenza decírselos”



Nuestro poeta, escritor y periodista Miguel Otero Silva (1908-1985)  describe muy bien a nuestro niño campesino en comparación con Manuel Arzolar Olivero de 12 años de edad, en este poema escrito en 1942, cuando había pobreza en el campo y estábamos saliendo de la dictadura gomecista. Tomemos unas estrofas, significativas:

Después le hablé del palpitar del rio, / Del verde,  hecho ternura en la hondonada / Y del verde bravío de la montaña / Él me dijo que amaba el silbido del viento, / Y el azul valeroso de los cielos desnudos, / Y el canto y el plumaje de los pájaros. / (Era un niño pintor, o músico, o poeta. /  Sirvióme agua de la tinaja grande, / Y cuando me marchaba / Me tendió sonrisa fraterna de los negros. / Y se quedó mirando su paisaje / Aferrado a la choza / Como la flor del árbol. …

 


El paisaje que le ofrecía el bote de basura contrastaba con el campo. Ese era un ambiente nauseabundo, el aire pesado por el humo circundante y la alharaca de los zamuros. Para esta familia campesina  fue de gran impacto, que ya de regreso con algunos objetos acumulados en bolsas, pensaron en no volver. No obstante,  más pudo la necesidad que su débil resistencia, además que iban por un par de horas, se colocaban mascarillas y al regresar se bañaban para quitarse los malos olores y se cambiaban de ropa. Así lo siguieron haciendo por varios años. El modus operandi consistía  que los días viernes venia un señor con un camión a recoger el material seleccionado y a la siguiente semana venía con el pago por familia. “No era gran cosa el dinero, pero para algo servía”, decían los que vivían del basurero. La pobreza extrema había crecido por estos lugares, sobre todo en los últimos cuatro años, señalaban los habitantes que quedaban.



Una tarde aciaga  del mes de enero de 2022, cuando ya habían salido de la pandemia, Katiuzka empezó con unos fuertes dolores en el abdomen y hubo que sacarla a media noche para el hospital de Caicara, y de allí la trasladaron con urgencia al Hospital Manuel Núñez Tovar de Maturín, donde falleció al día siguiente por complicaciones de la vesícula. Manuelito lloró desconsoladamente y le recriminó a su padre porque no lo vino a buscar para despedirse de su madre. Después del funeral, con su dolor a cuestas le dijo a su padre: “Papá vámonos de aquí, a mi mamá la mató ese basurero. ¡Que vamos a esperar, irnos muriéndonos uno a uno! Entonces el padre le contesto: “Eso nunca hijo mío, quien nos va a recibi, pa pasa trabajo en otro país, lo pasamos aquí, yo no tengo ni un dólar partio por la mitad  pa coge pa otro lugar. Nos toca que bregar duro hijo mío,  menos mal que ustedes ya están grandes. Vamos a seguir ayudándonos con el bote pero mucho cuidado con lo que agarramos y no los llevamos a la boca. La Alcaldía me ofreció un trabajo pagándome 45 bolívares mensuales, pero eso es una burla, con eso no se hace na, son apenas dos dólares mensuales.” Así que decidieron seguir trabajando. Ya Manuelito no iba a la escuela porque cuando iba le decían  que estaban de paro nacional por exigencias salariales.



Manuel y su padre Rudy iban cada quince días a su pequeño fundo a ver algunos árboles frutales y recoger algunas semillas de caraota o frijol, si es que no se la habían llevado otros. Cada vez se asombraban de la ruina del campo, la falta de agua era otro problema que estaba confrontado en los últimos tiempos y la ausencia de ayuda gubernamental. Rudy, de 47 años de edad, campesino analfabeta, no sabía ni le interesaba la política pero no podía concebir los escándalos de corrupción del gobierno,  de las petroleras  y que para ellos, los campesinos,  no existiera una asistencia para cultivar su  tierra o un crédito pequeño como en otras épocas. ¿Cómo es que  habían llegado al poder ofreciendo socialismo y mejores condiciones de vida? ¿Cómo es que en veinticinco años íbamos de mal en peor, matando a los pobres de hambre y empobreciendo al campesino?,  ¿Es que acaso  los terratenientes y los que se enchufaban tenían derecho, y el pueblo trabajador qué?  Pero Rudy no sabía ni leer ni escribir, y  en todo caso, para que le serviría. Padre e hijo habían conformado una llave que se escuchaban sus penas y se animaban uno al otro. Pero llegó el nefasto día de una noticia que recorrería el mundo de las redes noticiosas digitales y hasta el diario ABC de España traslado a periodistas a Caicara de Maturín para hacer un reportaje de primera mano bajo el título: Mi hijo murió tras comer basura del botadero” la muerte de un niño de 12 años que se convirtió en un símbolo de la pobreza extrema de Venezuela.

Ese 7 de abril de 2023 nuestro niño Manuel se levantó temprano, tomó guarapo de café con un pedazo de pan duro que le había regalado un vecino, siempre pensaba en su familia, su madre ausente  y su amado padre. Le dolía la situación que atravesaba pero se daba esperanza depositada con aquella peregrina expresión “si Dios quiere, hoy nos va mejor”. Salió al patio, vio el bonito paisaje y pensó en su madre levantando la mirada hacia los cielos. Así que con una botellita de agua y una vara que le servía para remover la basura, salió al bote con su padre y dos de sus hermanos. Manuel era muy observador y minucioso en lo que recolectaba, por lo general se separaba de sus hermanos y los llamaba cuando encontraba algo que valiera la pena. Así que descubrió un paquete grande de galletas semiabierto y como el estómago le golpeaba  con intensidad decidió comerse varias hasta saciar un poco el hambre acumulada. Fue demasiado rápido, se sentó en un banco, tomó agua y llamo como pudo a sus hermanos hasta que se desvaneció y no supo más de sí.



Lo demás es historia conocida. El periodista Norberto Paredes de la BBC. Nuevo Mundo recoge la versión de los hechos. El papá Rudy José Arzolar no deja de llorar ante la muerte de uno de sus siete hijos y exclama: “En el Hospital de Maturín pudieron salvarle la vida, pero no hicieron caso. Al terminar yo me vine adelante para la casa, era el mediodía y traía algo para sancochar, y mis hijos se quedaron. Poco después mi hijo vino corriendo y gritando: “Papi, creo que Manuel está envenenado porque está tirado en el suelo  sin poder moverse. Fue Ana, su hijastra mayor, quien lo socorrió y lo llevó al Hospital de Caicara donde le hicieron un lavado estomacal para que vomitara. De allí lo trasladaron al Hospital Manuel Núñez Tovar de Maturín para que le hicieran otro lavado estomacal “urgente”. Estaba perdiendo pulso y no paraba de convulsionar.  



Y termino esta dolorosa crónica de mi atribulado país con la última estrofa de Miguel Otero Silva en su poema NIÑO CAMPESINO. Queda en mis amables lectores su interpretación. Gracias.

 

Yo descendí la cuesta / Desbandando mi palomar de angustias / Por los niños poetas, / Por los niños pintores / Por los niños artistas / Que nacen en las chozas de mi tierra / Y se quedan mirando barrancos / Para toda la vida. / Por las obras que nunca han de nacer / Porque están en el mundo con las manos cortadas / Esos niños terrosos de las chozas marchitas