CRONICA POETICA DEL NIÑO CAMPESINO QUE NO PUDO SER / A mi hermano Carlos Alberto
Allá, por aquellas lejanas
tierras del Estado Monagas, nació
el niño varón MANUEL ARZOLAR OLIVERO. Corría el año 2011 y sus padres estaban muy contentos. Era el sexto de la cría,
la familia había crecido sin darse cuenta pero sostenían el viejo lema “Dios proveerá”. Y es que los golpes de suerte y su fe en
la tierra no le habían quedado mal. Las tres hectáreas que cultivaba con amor y
con ayuda de su propia esposa e hijos le proporcionaban el dinero suficiente
para sostener a la familia, el estudio de sus muchachos en las escuelas y por
supuesto quedaba un remanente para la compra de semillas certificadas y un poco
de fertilizante para la siembra de cada año. Rudy José Arzolar Olivero, oriundo de esos territorios campesinos
había heredado esas tierras de sus padres, y su estructura nata campesina le
indicaba continuar la tradición de sus padres y abuelos. Era un hombre feliz,
entregado a las labores del campo, no le interesaba las diatribas políticas que
a veces escuchaba por la radio o por alguien que se le comentaba.
Acerquémonos a la primera dos estrofas de la canción Lamento Borincano del Puertorriqueño Rafael Hernández (1891-1965). Y veamos su analogía
Pasa loco de contento
con su cargamento / para la ciudad, para la ciudad / Lleva en su pensamiento
todo un mundo / Lleno de felicidad, de felicidad / Piensa remediar la situación
/ Del hogar que es toda su ilusión si / Y alegre, el jibarito va pensando así / Diciendo así, cantando así, por el camino: “Si
yo vendo la carga, mi Dios querido / Un
traje a mi viejita voy a comprar”….
MANUEL ARZOLAR OLIVERO, era un niño despierto, inquieto, ya
a los dos años hablaba clarito y desde que aprendió a caminar le solicitaba al
padre que lo llevara a las faenas del campo, cosa que este hacía con mucho
agrado, porque sentía que eran sus
propios características y sueños que le había trasmitido, y que su compañera Katiuska
aceptaba. Manuelito disfrutaba del
paisaje a la sombra de frondosos
árboles, el canto de los pajaritos,
jugaba con el perro “vigilante”, que era así como se llamaba y nunca supo lo
que era un juguete comprado en las tiendas, porque su papá se los hacía con materiales
del propio campo y unas chapas de cerveza que conseguía. Le gustaba ir a la
escuela, que aunque estaba bastante retirada de su domicilio, disfrutaba el
caminar con sus hermanos. Pero más le gustaba acompañar a su papá a trabajar en
el campo, porque a decir verdad la escuela era más el tiempo que estaba cerrada
que abierta, los maestros faltaban mucho, por eso es que Manuelito llegó tan
solo al segundo grado con doce años. Su última maestra lo reconocía como un
niño con fundamento, carácter y visionario, más allá de lo que le proporcionara
la escuela. Manuel, era el que más representaba la continuación y entereza del
padre y de su madre.
Pero las cosas empezaron a empeorar, todo se transformó en dificultad. A partir del 2015 la economía se contrajo en más de un 75%, la gente empezó abandonar el campo e irse para la ciudad y fuera del país. Esto parecía un desierto, nadie por aquí en Caicara de Maturín quería quedarse y defender lo suyo, era como una nueva oleada del ámbito rural a la capital monaguense y otros Estados vecinos. Ya nadie compraba nada, no había gasolina y la constante intermitencia del servicio eléctrico daba la impresión de una ruina absoluta. Los pobladores que se quedaron, sin recursos, quizás atados a esas esperanzas fortuitas que esta crisis tenía que pasar, su fe en Dios benefactor y su amor a la tierra.
Acá insertamos la cuarta y quinta estrofa del Lamento Borincano, donde refleja
el cambio drástico con la nueva realidad
campesina, hoy vigente en Venezuela
Pasa la mañana entera
sin que nadie quiera / Su carga comprar ahí,
su carga comprar / Todo, todo está desierto, y el pueblo está lleno / De
necesidad, ahí de necesidad / Se oyen los lamentos por doquier / De su
desdichada Borinquén si / Y triste, el jibarito va pensando así / Diciendo así,
llorando así por el camino / “Qué será de Borinquén mi Dios querido / Que será
de mis hijos y de mi hogar.
Un día MANUEL miró a
su padre abatido, sin saber que hacer frente al magro conuco con las semillas y
fertilizantes dolarizadas, angustiado por saber de dónde sacar el dinero para
comprar alimentos y con ganas de
abandonarlo todo. Entonces se le acercó
y le dijo: “Padre, no te amargues,
no me gusta verte así, esto tiene que pasar, vendrán tiempos mejores y volverá
la alegría a esta casa, y cuando tu estés viejito, yo me encargaré de la tierra
con mis hermanos. Volveremos a ser felices Padre”. “¿Y qué crees tú que podamos hacer ahora hijo, mientras pasa está
tormenta?”, le preguntó Rudy a su hijo. Y él le contestó: “Papá, muy cerca de aquí está el bote de
basura y yo he averiguao que muchas
personas, y hasta familias enteras se va y sacan de la basura desechos de
plástico, hierro y otras cosas útiles y la venden a un señor que pasa con un
camión, ¿Por qué no vamos esta tarde
y nos informamos bien del asunto papá?”
El padre le respondió: “Hijo yo lo
había pensado, pero me daba vergüenza decírselos”
Nuestro poeta, escritor y periodista Miguel Otero Silva
(1908-1985) describe muy bien a nuestro niño
campesino en comparación con Manuel Arzolar Olivero de 12 años de edad, en este
poema escrito en 1942, cuando había pobreza en el campo y estábamos saliendo de
la dictadura gomecista. Tomemos unas estrofas, significativas:
Después le hablé del
palpitar del rio, / Del verde, hecho
ternura en la hondonada / Y del verde bravío de la montaña / Él me dijo que
amaba el silbido del viento, / Y el azul valeroso de los cielos desnudos, / Y
el canto y el plumaje de los pájaros. / (Era un niño pintor, o músico, o poeta.
/ Sirvióme agua de la tinaja grande, / Y
cuando me marchaba / Me tendió sonrisa fraterna de los negros. / Y se quedó
mirando su paisaje / Aferrado a la choza / Como la flor del árbol. …
El paisaje que le ofrecía el bote de basura contrastaba con el campo. Ese era un ambiente nauseabundo, el aire pesado por el humo circundante y la alharaca de los zamuros. Para esta familia campesina fue de gran impacto, que ya de regreso con algunos objetos acumulados en bolsas, pensaron en no volver. No obstante, más pudo la necesidad que su débil resistencia, además que iban por un par de horas, se colocaban mascarillas y al regresar se bañaban para quitarse los malos olores y se cambiaban de ropa. Así lo siguieron haciendo por varios años. El modus operandi consistía que los días viernes venia un señor con un camión a recoger el material seleccionado y a la siguiente semana venía con el pago por familia. “No era gran cosa el dinero, pero para algo servía”, decían los que vivían del basurero. La pobreza extrema había crecido por estos lugares, sobre todo en los últimos cuatro años, señalaban los habitantes que quedaban.
Una tarde aciaga del mes de enero de 2022, cuando ya habían salido de la
pandemia, Katiuzka empezó con unos
fuertes dolores en el abdomen y hubo que sacarla a media noche para el hospital
de Caicara, y de allí la trasladaron con urgencia al Hospital Manuel Núñez
Tovar de Maturín, donde falleció al día siguiente por complicaciones de la
vesícula. Manuelito lloró
desconsoladamente y le recriminó a su padre porque no lo vino a buscar para
despedirse de su madre. Después del funeral, con su dolor a cuestas le dijo a
su padre: “Papá vámonos de aquí, a mi
mamá la mató ese basurero. ¡Que vamos a esperar, irnos muriéndonos uno a uno! Entonces
el padre le contesto: “Eso nunca hijo mío, quien nos va a recibi, pa pasa
trabajo en otro país, lo pasamos aquí, yo no tengo ni un dólar partio por la
mitad pa coge pa otro lugar. Nos toca
que bregar duro hijo mío, menos mal que
ustedes ya están grandes. Vamos a seguir ayudándonos con el bote pero mucho
cuidado con lo que agarramos y no los llevamos a la boca. La Alcaldía me
ofreció un trabajo pagándome 45 bolívares mensuales, pero eso es una burla, con
eso no se hace na, son apenas dos dólares mensuales.” Así que decidieron
seguir trabajando. Ya Manuelito no iba a la escuela porque cuando iba le
decían que estaban de paro nacional por
exigencias salariales.
Manuel y su padre Rudy iban cada quince días a su pequeño
fundo a ver algunos árboles frutales y recoger algunas semillas de caraota o
frijol, si es que no se la habían llevado otros. Cada vez se asombraban de la
ruina del campo, la falta de agua era otro problema que estaba confrontado en
los últimos tiempos y la ausencia de ayuda gubernamental. Rudy, de 47 años de
edad, campesino analfabeta, no sabía ni le interesaba la política pero no podía
concebir los escándalos de corrupción del gobierno, de las petroleras y que para ellos, los campesinos, no existiera una asistencia para cultivar
su tierra o un crédito pequeño como en
otras épocas. ¿Cómo es que habían
llegado al poder ofreciendo socialismo y mejores condiciones de vida? ¿Cómo es
que en veinticinco años íbamos de mal en peor, matando a los pobres de hambre y
empobreciendo al campesino?, ¿Es que
acaso los terratenientes y los que se
enchufaban tenían derecho, y el pueblo trabajador qué? Pero Rudy no sabía ni leer ni escribir, y en todo caso, para que le serviría. Padre e
hijo habían conformado una llave que se escuchaban sus penas y se animaban uno
al otro. Pero llegó el nefasto día de una noticia que recorrería el mundo de
las redes noticiosas digitales y hasta el diario ABC de España traslado a
periodistas a Caicara de Maturín para hacer un reportaje de primera mano bajo
el título: “Mi hijo murió tras comer basura del botadero” la muerte de un niño
de 12 años que se convirtió en un símbolo de la pobreza extrema de Venezuela.
Ese 7 de abril de 2023 nuestro niño Manuel se levantó temprano, tomó guarapo de café con un pedazo de
pan duro que le había regalado un vecino, siempre pensaba en su familia, su
madre ausente y su amado padre. Le dolía
la situación que atravesaba pero se daba esperanza depositada con aquella
peregrina expresión “si Dios quiere, hoy nos va mejor”. Salió al patio, vio el
bonito paisaje y pensó en su madre levantando la mirada hacia los cielos. Así
que con una botellita de agua y una vara que le servía para remover la basura,
salió al bote con su padre y dos de sus hermanos. Manuel era muy observador y
minucioso en lo que recolectaba, por lo general se separaba de sus hermanos y
los llamaba cuando encontraba algo que valiera la pena. Así que descubrió un paquete
grande de galletas semiabierto y como el estómago le golpeaba con intensidad decidió comerse varias hasta
saciar un poco el hambre acumulada. Fue demasiado rápido, se sentó en un banco,
tomó agua y llamo como pudo a sus hermanos hasta que se desvaneció y no supo
más de sí.
Lo demás es historia conocida. El periodista Norberto Paredes de la BBC. Nuevo Mundo recoge la
versión de los hechos. El papá Rudy José
Arzolar no deja de llorar ante la muerte de uno de sus siete hijos y
exclama: “En el Hospital de Maturín pudieron salvarle la vida, pero no hicieron
caso. Al terminar yo me vine adelante para la casa, era el mediodía y traía
algo para sancochar, y mis hijos se quedaron. Poco después mi hijo vino
corriendo y gritando: “Papi, creo que Manuel está envenenado
porque está tirado en el suelo sin poder
moverse”. Fue Ana, su
hijastra mayor, quien lo socorrió y lo llevó al Hospital de Caicara donde le
hicieron un lavado estomacal para que vomitara. De allí lo trasladaron al
Hospital Manuel Núñez Tovar de Maturín para que le hicieran otro lavado
estomacal “urgente”. Estaba perdiendo pulso y no paraba de convulsionar.
Y termino esta dolorosa crónica de mi atribulado país con la
última estrofa de Miguel Otero Silva en su poema NIÑO CAMPESINO. Queda en mis amables lectores su interpretación.
Gracias.
Yo descendí la cuesta / Desbandando mi palomar de angustias / Por los niños poetas, / Por los niños pintores / Por los niños artistas / Que nacen en las chozas de mi tierra / Y se quedan mirando barrancos / Para toda la vida. / Por las obras que nunca han de nacer / Porque están en el mundo con las manos cortadas / Esos niños terrosos de las chozas marchitas.